Noticias de literatura



La tarea trascendental del pueblo elegido. Las políticas de la Iglesia Católica. El fin del politeísmo.
El hilo conductor jamás revelado de uno de los libros más leídos y tal vez menos comprendidos:
La Biblia.

Releer estos cuentos de magistral hondura, de deslumbrante imaginación es
volver a los pliegues ocultos de la poesía que transita en la significativa obra
de Gonzalo. Los entregamos con regocijo a nuestros lectores, confirmando una vez
más la máxima sentencia de Luis Cardoza y Aragón: Poesía, prueba concreta de la
existencia del hombre. A.O.
Walpurgis
Las plegarias de ellos no han sido escuchadas. Yo, la hija del sauce, la de
larga cabellera, la perseguida, la versada en nudos, la que conoce el idioma de
las hojas y el silencio de la semilla, la temible bruja, soy quien puede
salvarlos.
Observo con desprecio los iconos prisioneros. Por una extraña paradoja mi nombre
es Elena de la Cruz, pero -repito- soy la recíproca, la lectora de la luna, la
sombra ardiente. Por otra inexplicable contradicción una santa inglesa (Walburga)
bautizó la noche suprema que hoy 30 de marzo festejamos: la alianza intensa y
elemental de Walpurgis. Ya todo ha sido previsto.
...Y las ramas de muérdago repartidas por los beatos, las hogueras encendidas
por los subyugados (por los humillados, que pretenden alejarnos del estrecho
espacio que iluminan con leña temblorosamente), no serán eficaces ante nuestro
poder extenso, renaciente, humano... Somos muchas las convocadas a Tolú para
oficiar la gran ceremonia en Palo Güeco.
La irreductible belleza, la danza, la risa, el ritual de la fecundidad, el
imperio de la noche, son tan imprescindibles como el ostentoso reino del sol, y
hoy nos corresponde demostrar a la aquiescente comarca la eficacia de nuestra
sabiduría sombría. Toda verdadera creación eclosiona en el mundo de las
tinieblas...
Ya advierto el murmullo de la multitud y distingo atado a una estaca el gallo
del sacrificio. El tiempo nublado favorece el sabbat. Las sacerdotizas y los
asistentes me reconocen en la oscuridad haciendo un círculo alrededor mío. Con
música de tambores comienzan a bailar juntando las espaldas... Yo, siendo la
última en desnudarse, procedo a destapar el prodigioso fetiche de madera que
despierta exclamaciones o palabras rotas por el miedo, y verifico que todos los
asistentes renieguen del atormentado Cristo, inclinándose para besar el ano de
nuestro tótem feliz.. Escucho el revoloteo del gallo entre las voces. La danza
se arraiga: participamos de la delirante ronda del aquelarre.
A media noche, después de numerosos cantos rituales, pases mágicos y diseños
dibujados con las manos, acostamos en la arena al poderoso y total dueño del
vacío, y galopando sobre él recibo el alma, el clamor de sus intensidades, la
fecundación que se propagará a las semillas, la amistad del fuego, la sumisión
de los viajeros de la noche... Todo el amor me ocupa por ser la elegida; durante
la ejecución de mi sublime acto soy el símbolo triple: la oficiante, el altar
sensible y la comunión; soy todo, es decir dios: pero nunca seré él.
Terminado el introito de la misa, ponen sobre mi dorso las figuras de barro del
último muerto de la aldea y la de un niño recién nacido, las arrullo diciendo
las oraciones previstas. Honramos también al espíritu del maíz desatando mi
cabellera y arrojando puñados de granos sobre la desnudez de mi cuerpo boca
arriba...
Nos enredaremos como raíces, fluyendo, intercambiándonos; y blancos, negros,
indígenas, ricos, pobres, esclavos... seremos idénticos bajo la única posible y
propiciadora igualdad: la noche.
Por una disposición mágica, somos nudos errantes fortaleciendo la siembra
efectuada en nuestros campos ésta semana como preparativo del Walpurgis. Más
tarde bebemos un sorbo de agua, tomamos un puñado de tierra y me es entregada la
antorcha mayor.
Bajo el sonido de los tambores muchos pueden conmigo curar sus enfermedades, ser
amados, descubrir la religión del deseo, conversar con sus muertos necesarios...
Pero después de tomar al gallo negro entre mis manos y que subyugándolo lo ame
para retardar su canto (y por último ante la amenaza de la aurora lo decapite
para bañarme con su sangre caliente), encarcelaré los tres iconos raptados de
las iglesias vecinas en una jaula hecha con árboles consagrados a nuestro
magnífico guía, y atizaré las injurias e imprecaciones de la multitud que
recordará sus oraciones inatendidas.
Castigaré durante toda la mañana a los tres pintorescos santos tallados,
embellecida por sacrílega, y obstinándome los avasallaré con palabras y lianas
durante los días siguientes, forzándolos a obedecer la orden de hacer la lluvia.
Su triste dios crucificado deberá responder... Mi dueño, más poderoso, jamás
recibirá la precaria súplica de un milagro menor.
Jaguar ahuasca
El dios verde, el dios bejuco, el rey de los vegetales, el yahé, me aguarda en
estas lejanas tierras del Sibundoy.
Mi maestro, el gran taita Riazeyue, dispone el ritual con la convicción de que
durante esta noche el Jaguar me encontrará para siempre. La iniciación ha sido
estricta y prolongada. Hace siete años el emblemático felino me eligió en una
noche de violencias y desgarraduras... He ido aprendiendo. Lo he visto catorce
veces en esta ardua temporada de preparación, he huido de él, lo he seguido,
incluso lo acompañé en exhaustivas empresas de caza.
Nunca descreí de su poder, ni siquiera la primera vez cuando sólo pude ver
durante un parpadeo al chamán con pelo de fuego... Supuse que también allí, en
esa imagen inútil, estaba acechando el Jaguar.
Mi iniciación ha ido fructificando. Hoy, escucho los sonidos de la violenta
selva nocturna en un granero húmedo, contemplo las excesivas estrellas y
acompañado del taita Riazeyue me dispongo para la toma capital, para la cura
esencial, para la irreductible metamorfosis.
Sube la noche. Preparado escucho el cascabeleo de la guairasacha en la mano del
chamán, y comenzamos a beber con intervalos propicios por siete veces al dios
verde que se protege con su nauseabundo y amargo sabor. Oigo durante horas el
canto monocorde del oficiante, sufro la sucesión de este vómito inoloro y
espero. Estoy inmóvil, tendido boca arriba, sé que el mínimo movimiento me
acercaría a la náusea. Cuando cierro los ojos se impone el vértigo de las
imágenes, las sucesiones, las fugas...
De la primera fase: la purificación física, ingreso a la catarsis interior y
después de la medianoche a la concentración: la alucinación. Si abro los ojos
estoy en el granero, escuchando el ruido de las fieras, el gemido de las
víctimas, el canto de las hojas y de los insectos; pero si los cierro sé que
vendrá el Jaguar y debo temerle.
Es importante que pierda este combate: es preciso someterme a la alquimia de la
desgarradura, a la fértil derrota.
Inmóvil, siguiendo mi respiración, me enrollo, caigo, me alejo de mi cuerpo. Me
encuentro caminando por la selva. Veo sombras que me producen sobresaltos. Entre
los árboles realizo un paseo extenuante. Recorro meandros inextricables. Y de
pronto lo veo saltando hacia mí. Oigo sus rugidos, advierto su agilidad, su
majestuoso cadenceo, y me opongo inútilmente con mis vanos recursos. Declino. Me
rindo. Siento los zarpazos y dentelladas que me van devastando, y por último
asisto a su terrible y prolongada ceremonia de devoración.
Cuando el Jaguar concluya, nada quedará de mí y habrá amanecido. Si sobrevivo,
estaré dentro de él -seré él con todo su poder, su espíritu, su fuerza, su
astucia y su sangre; cada vez que a través del dios verde acuda a la facultad de
volver a su forma, a su magnífica vestidura-. Si me salvo, lo sabré porque el
taita Riazeyue vendrá a llamarme por mi nuevo nombre, a guiarme con sus danzas y
cantos hacia el río.
Para Antonio Correa
La condena
Hoy debo escapar. Me he puesto las alas trabajadas clandestinamente durante
cuatro meses y acabo de beber la sabia infusión enviada por el guía, por el
oculto Roj Alik, pese a su funesta advertencia. La luna llena partida por los
barrotes de mi estrecha celda parece desatar un viento intenso, que sospecho,
podrá ayudarme.
Parado con las alas extendidas, espero que el bebedizo alcance a mi sangre.
Pronto las sombras y los ecos se intensifican. Los sólidos muros de piedra
comienzan a ondularse en mi mirada. El olor del mar es más intenso. El
pensamiento me hace levantar y me conduce hacia la pequeña ventana; reconozco
dentro de mí al pájaro que viene en mi búsqueda. Se hace imperioso creer en la
respiración.
Arrastrando mi pintoresco vestuario cierro los ojos, mi cuerpo no encuentra la
oposición mineral y atravieso el centenario muro. El artilugio ha dado
resultado. Encontrándome en el aire, a varios metros de altura, vuelo asustado
en la dirección elegida. Aleteo durante horas sobre el nocturno y convulsivo mar
que acecha mi caída. Haciendo acopio de todas mis fuerzas continúo hasta arribar
a mi destino. El brillo del mar desaparece, y más tarde al comprender que puedo
descender, con cautela busco un lugar propicio en la playa solitaria.
Fatigado me acuesto apoyando la cabeza sobre las alas para dormir. Entonces me
agito en el sueño. Me adentro en su reino misterioso y la pesadilla se impone
desgarradora: me veo en el amanecer agredido por el estrépito metálico de los
guardias, me veo haciendo la larga fila de presos como durante los tres últimos
años, me veo después en un patio cercado por electricidad, y en la sombra
escucho en bocas de mis irascibles compañeros de prisión el imposible deseo de
la fuga.
Sobresaltado me despierto comprobando lo terrible de mi liberación: encarcelado
dormía para ser libre, ahora para recobrar mis aciagas fronteras. Develo la
cautelosa razón que Roj Alik oponía a mi huida, y sé para siempre cuál es la
despiadada condena que asediará implacablemente a mis sueños.
Para Ignacio Ramírez
Amanita muscaria
Aún soy Ian el alpinista -pronto seré un mineral o una hoja- y hoy he decidido
con Eric escalar sin cuerdas el escabroso pico que los nativos llaman Cabeza de
Venado.
Estamos tranquilos, no es posible el fracaso. Sabemos que nuestros cuerpos,
mediante una alquimia interior, se convertirán en la misma materia de la montaña
y seremos piedras errantes que se desplazarán lenta, obstinadamente hacia la
cima.
Sentados, observando el horizonte, llega la hora prevista para dar comienzo al
ritual, y procedemos a comer los hongos elegidos que hemos recubierto de miel.
Esperamos.
Con lentitud vamos entrando en un tiempo de destellos, de analogías, de risa
desatada, de afloración de ojos, de percepciones inquietantes.
Luego, sin frío, con la identidad abolida y una fuerza nueva, somos piedra,
tierra, arena, follaje... Nos desnudamos para que el sol reconozca nuestros
nuevos cuerpos aliados al vuelo de la respiración...
Y cuando el alimento sagrado se abre en nuestra sangre, advertimos el poder de
la metamorfosis asidos a la montaña que entonces nos es revelada. Y durante
aquella singular mutación, para poder sobrevivir en el camino vertical,
concentrados en los meandros del ascenso, atentos a las confesiones de la
tierra, sólo tendremos la difícil precaución de nunca obedecer a nuestros
nombres.
Sabbat
Rael al ver su desnuda belleza aceptó. La vio ungiendo la escoba y realizando
unos pases mágicos y aún sin creerlo se encontró ascendiendo, estremecido por el
viento, volando sobre un bosque de sombras. La velocidad y el golpear del
cabello de la hechicera en su rostro casi le hacían perder el aliento.
Atemorizado pensó en su esposa, sus hijas, su fortuna, y se arrepintió de su
inexplicable decisión de asistir al misterioso festín. Comenzó a gritar para que
ella descendiera, le suplicó que no lo llevara al sabbat, que renunciaba para
siempre a su juramento y a su exaltada curiosidad.
Al fin, disuadida, ella decidió aceptar sus ruegos injuriándolo y lo hizo
víctima de sus maldiciones más oprobiosas dejándolo en tierra. Rael temblando
escuchó su risa que se perdía en la distancia. Con terror caminó hasta caer de
cansancio, insultándose, lamentando haber aceptado la propuesta de la bella
mujer que quiso iniciarlo en ese oficio de sombras.
Esperó vigilante el amanecer, y cuando el sol le mostró una atmósfera
enrarecida, su desolación imperó al no comprender casi las palabras de la gente,
las costumbres de los campesinos, los techos de las casas, el paisaje. Arribó a
la aldea más próxima y cauteloso hizo las preguntas que lo hicieron desvanecer.
Supo que vivía un tiempo anterior, el breve vuelo -si no lo había matado- lo
había regresado setenta y dos años: nadie podría creer su infortunio. Mendigó,
aceptó trabajos a cambio de comida, intentó repetidas veces el suicidio, y en
varias ocasiones caminó hacia el lugar donde fue abandonado la noche del rito,
clamando por el retorno de la inventora de su desgracia.
Nunca obtuvo respuesta. Con los meses optó por adaptarse, por callar sobre su
pasado, por reiniciar su vida en esa provincia. Reflexionó desesperado sobre
todas las formas de regresar, e incluso visitó a los hechiceros más doctos y
temidos de su país. Trabajó para dejarse esquilmar por toda clase de ocultistas.
Indagó con obsesión en el esoterismo. Por último decidió detenerse en su
búsqueda infructuosa y olvidar la terrible herida producida por el recuerdo de
su vida anterior, es decir, de su inexplicable porvenir. Buscó otras rutas
interiores, se acostumbró a un trabajo elemental y se enamoró.
Al cumplir cuarenta y cinco años contrajo de nuevo -o por primera vez- nupcias.
Amó a su esposa con aburrimiento, trabajó sin esperanza, decidió aturdirse
bebiendo todos los días en riguroso silencio, y engendró un hijo.
Pocos creían sus críticas, sus reflexiones desesperanzadas sobre el porvenir. Un
día después de hablar sobre la futura llegada del hombre a la luna, discutió por
un motivo intrascendente con su hijo de siete años provocándole el llanto, sin
imaginar que eso derivaría en el desciframiento de su historia. El fotógrafo del
pueblo advirtió expresivo el rostro del pequeño lavado por las lágrimas y obturó
su rudimentaria cámara.
Rael continuó su tedioso devenir hasta cuando el anónimo artista decidió tocar
en su puerta con la ampliación virada al sepia de la fotografía. Ese día lo
comprendió todo. Conocía con precisión la imagen. Comenzó a dar alaridos, se
mordió los labios, golpeó su cabeza contra las paredes. En su vida anterior vio
muchas veces con detenimiento esa fotografía de aquel chico llorando, de su
abuelo de niño, desolado -según decían- por la locura de su padre. Lloró, gritó,
no podía aceptar esa trampa del tiempo, no volvió a conciliar el sueño y sintió
que la crisis se avecinaba inexorablemente.
Vino el delirio. Años después recluido en un distante sanatorio observó a su
hijo que traía de la mano a su prometida con la intención de presentársela, la
miró fijamente, llamándola por su nombre ante la perplejidad de la pareja. Luego
maravillado contuvo su exasperación y entendió su destino, supo que volvería a
nacer, y que en aquella vida aceptaría de nuevo la invitación a un sabbat que
sería su desgracia, su cárcel de tiempo. Los abrazó por última vez y con
obstinación les hizo prometer que nunca regresaran y que esa negación recaía
también para sus dos hijos aún no engendrados: para su latente padre.
Ellos asustados lo juraron y salieron de allí comentando el incidente, sin saber
si era lucidez o incoherencia, del hombre que al fracasar en su promesa de
olvidar el porvenir, se refugió en la locura, para poder entregarse en silencio
a un incesante viaje por sus sangres.


muebles de dormitorios
Muebles de cocina buenos aires
estudio de la Biblia
cursos de fitoterapia plantas medicinales
abogados jubilaciones reajustes
empresa constructora
soldadura de aluminio
venta de tapas de cilindro
fabrica de uniformes para empresas
Eventos recreativos
paisajismo de jardines
Abogados
alquiler de escenarios con camarines
el genesis
Distribuidor mayorista de aceite
terrazas verdes
cursos de ingles
cursos de office
cabañas en san rafael mendoza
cremacion de mascotas
abogados de empresas
muebles a medida
proyectos de ingenieria
cursos buenos aires
Alquiler de vallas free standing
soldadura de aluminio y fundicion
Spanish school in Buenos Aires
Alquiler de mangrullos
Optimización web
un unico dios